“Ya amaneció rota la estatua de sal, no pude hacer más que asumir las consecuencias de nuestro propio funeral. No quedó nada, todo lo arrastró el tornado que nosotros mismos creamos, mi silencio gritando en tus oídos, tus verdades a medias como estridencias arañando mis tímpanos deshojados. No pude olvidar la brecha, se me olvidó abrirte la puerta antes de encender la mecha que quemó todo menos el recuerdo de mi espalda huesuda encajada en tu almohada maltrecha. Fue la síntesis de nuestra cosecha, una fina hebra de hilo rojo cruzando nuestra cama deshecha. Un triste resplandor anhelando ser el sol, una desdichada utopía asesinando a nuestro inconsciente albor”.
Prometo lo único que jamás dejaré
de cumplir. Conservaré intactos los recuerdos de aquella primavera fugaz,
categórica como la propia esencia de lo que somos y anhelamos, aquella que siempre
me hará esperar con impaciencia y energía la llegada de los días largos.
Retengo sólo aquello que mi mente
jamás me permitirá expulsar. Jamás olvidaré el peso de mis párpados, el caos en
el alma, las cuerdas rotas, el vacío… el dolor grabado en mis venas, que me
mantendrá alerta cada nuevo otoño, preparándome para los días oscuros.
Y para siempre, hasta que mi
mente deje de recordar… deshojaré una rosa
en septiembre, y alfombraré con sus pétalos el camino hasta el amanecer,
nostálgico e iracundo, desolado y tembloroso, afable y distendido… siendo el yo
que me habría gustado poder ser junto a ti. El yo que mis heridas deformaron. El
yo que esperará a que se pasen los días raros.
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