La oscuridad no se ilumina, se desnuda lenta y deliciosamente con la punta de los dedos, se alumbra con una sonrisa indolente, inesperada y sincera, se rompe la penumbra con las luces de nuestros propios latidos, se descubre el camino a medida que nuestros pasos, nuestros triunfos y nuestras derrotas despejan las sombras.
Luis

lunes, 24 de octubre de 2011

El Daño

Destrozar, apuñalar al corazón y sentir arder la sangre mientras se desliza por la empuñadura de la daga entre tus dedos, pasando a tus muñecas, mezclándose con el bello de tus brazos. Fijar la mirada en la palpitante herida de su flamante pecho, abierto en canal, despedazado con tus propias garras.

Rotos los tejidos arde entre tu poesía el verso incongruente de la deslumbrante despedida.

Inocente y virginal, ahogado en su delirio redundante, brecha destapada en su mirada perdida.

Dulce cuchillada arrancando el desgarrador alarido de la voz quebrada en su punto de partida.

La fuerza de lo que está prohibido, el devastador efecto de la superioridad inherente en la mano del que se sabe ganador de la jugada que nació muerta, la dulzura del asesino que envenena el adiós definitivo, el susurro del acero atravesando una a una las capas que protegen el corazón del necio ignorante que se atrevió a sentir como suya el alma libre del jinete lunático, despreciando la condena enhebrada en sus sempiternos senderos, del iluso que se encaprichó de los dones malditos del soñador sin luna.

Su amarga carcajada enfriando la consciencia del daño, increpando a su imperturbable soledad

El sabor de la apatía recorriendo apacible sus sentidos, aclimatando su enardecida crueldad

El grito, visceral, indescriptible en su espeluznante complejidad, mermando su voluntad

jueves, 13 de octubre de 2011

Mentes peligrosas

Hay demasiada gente con miedo en el mundo. Es la conclusión más certera a la que puedo llegar mientras mi desconcierto deja paso a un terrible deseo de empezar a correr y no parar hasta encontrarme en Indonesia.

No soy psicólogo, ni entiendo el funcionamiento de la mente y de las emociones. Tampoco tengo en mi haber nada que demuestre mi maestría a la hora de determinar lo que piensan los demás y el motivo del que deriva ese pensamiento ajeno. Pero, sin embargo, sí que sé lo que ocurre cuando la inmadurez, el miedo y las dudas se mezclan en una batidora emocional y se aprieta el botón de encendido. Y lo sé porque fui puta antes que fraile, porque más sabe el diablo por viejo que por diablo, o porque ya se han cruzado en mi camino varios torbellinos expedidos en el mismo perfil cerebral. El resultado siempre es el mismo, un agobio inconmensurable y completamente injustificado que barre de una sentada con lo que en sus inicios fue bonito, continuó por el camino de la indulgencia y acabó en portazo.

La inmadurez y el miedo siempre se toman de la mano. La inmadurez es el desconocimiento, y tememos lo que desconocemos. La vida no es ni buena ni mala, es justa, y nos da lo justo en el justo momento, ni más, ni menos. Maduramos conforme la vida nos va dando instantes, golpes, detalles, sonrisas, confidencias, lágrimas… y esa madurez ilumina los rincones ocultos del camino, un camino que tememos, un camino por el que avanzamos arrastrados por aquellos que nos quieren, acompañados por la silenciosa (y en ocasiones inestimable) soledad o unidos de la mano con alguien. Y a lo largo de ese camino la madurez elimina uno a uno todos los miedos que se cruzan por nuestro camino, mermándolos hasta convertirlos en meras inquietudes, inquietudes que se acercan a la impaciencia conforme el camino llega a su final.

Pero solo al final del camino alcanzamos la madurez completa y el miedo se desvanece. Mientras avanzamos, ese miedo destroza nuestras neuronas, obligándonos a pensar y dar mil vueltas a aquello que nos reconcome, aquello a lo que tememos. Y al pensar, comienzan a asaltarnos dudas, a veces procedentes, a veces infundadas, que no hacen más que incentivar al miedo y rechazar al objeto causante del mismo, que en la mayoría de los casos es el mismo que nos hace madurar.

Todo esto, sin embargo, no deja de ser una justificación de culpabilidad en el aspecto sentimental. Pues somos nosotros, nadie más, los que construimos nuestras relaciones, y los que decidimos si dejar pasar a alguien hasta el interior de nosotros o dejarle a las puertas. Y si alguien nos hace daño, la culpa es nuestra, por pardillos, por dejarnos conocer por alguien que no merece la pena, o que no ha madurado lo suficiente para darse cuenta de lo que tiene delante.

Solo el tiempo y la valentía son capaces de acabar con la inmadurez y el miedo. Solo la fuerza y la distancia pueden paliar los daños y barrer los escombros de una ilusión rota. Solo la energía de un nuevo amor es capaz de pegar los trozos e impulsar de nuevo la sangre al corazón. Solo el amor propio puede hacer que el nuevo amor se prolongue en el tiempo o termine sin causar destrozos irreversibles en nuestro interior.

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