La oscuridad no se ilumina, se desnuda lenta y deliciosamente con la punta de los dedos, se alumbra con una sonrisa indolente, inesperada y sincera, se rompe la penumbra con las luces de nuestros propios latidos, se descubre el camino a medida que nuestros pasos, nuestros triunfos y nuestras derrotas despejan las sombras.
Luis

jueves, 13 de octubre de 2011

Mentes peligrosas

Hay demasiada gente con miedo en el mundo. Es la conclusión más certera a la que puedo llegar mientras mi desconcierto deja paso a un terrible deseo de empezar a correr y no parar hasta encontrarme en Indonesia.

No soy psicólogo, ni entiendo el funcionamiento de la mente y de las emociones. Tampoco tengo en mi haber nada que demuestre mi maestría a la hora de determinar lo que piensan los demás y el motivo del que deriva ese pensamiento ajeno. Pero, sin embargo, sí que sé lo que ocurre cuando la inmadurez, el miedo y las dudas se mezclan en una batidora emocional y se aprieta el botón de encendido. Y lo sé porque fui puta antes que fraile, porque más sabe el diablo por viejo que por diablo, o porque ya se han cruzado en mi camino varios torbellinos expedidos en el mismo perfil cerebral. El resultado siempre es el mismo, un agobio inconmensurable y completamente injustificado que barre de una sentada con lo que en sus inicios fue bonito, continuó por el camino de la indulgencia y acabó en portazo.

La inmadurez y el miedo siempre se toman de la mano. La inmadurez es el desconocimiento, y tememos lo que desconocemos. La vida no es ni buena ni mala, es justa, y nos da lo justo en el justo momento, ni más, ni menos. Maduramos conforme la vida nos va dando instantes, golpes, detalles, sonrisas, confidencias, lágrimas… y esa madurez ilumina los rincones ocultos del camino, un camino que tememos, un camino por el que avanzamos arrastrados por aquellos que nos quieren, acompañados por la silenciosa (y en ocasiones inestimable) soledad o unidos de la mano con alguien. Y a lo largo de ese camino la madurez elimina uno a uno todos los miedos que se cruzan por nuestro camino, mermándolos hasta convertirlos en meras inquietudes, inquietudes que se acercan a la impaciencia conforme el camino llega a su final.

Pero solo al final del camino alcanzamos la madurez completa y el miedo se desvanece. Mientras avanzamos, ese miedo destroza nuestras neuronas, obligándonos a pensar y dar mil vueltas a aquello que nos reconcome, aquello a lo que tememos. Y al pensar, comienzan a asaltarnos dudas, a veces procedentes, a veces infundadas, que no hacen más que incentivar al miedo y rechazar al objeto causante del mismo, que en la mayoría de los casos es el mismo que nos hace madurar.

Todo esto, sin embargo, no deja de ser una justificación de culpabilidad en el aspecto sentimental. Pues somos nosotros, nadie más, los que construimos nuestras relaciones, y los que decidimos si dejar pasar a alguien hasta el interior de nosotros o dejarle a las puertas. Y si alguien nos hace daño, la culpa es nuestra, por pardillos, por dejarnos conocer por alguien que no merece la pena, o que no ha madurado lo suficiente para darse cuenta de lo que tiene delante.

Solo el tiempo y la valentía son capaces de acabar con la inmadurez y el miedo. Solo la fuerza y la distancia pueden paliar los daños y barrer los escombros de una ilusión rota. Solo la energía de un nuevo amor es capaz de pegar los trozos e impulsar de nuevo la sangre al corazón. Solo el amor propio puede hacer que el nuevo amor se prolongue en el tiempo o termine sin causar destrozos irreversibles en nuestro interior.

2 comentarios:

  1. Interesante... porque yo creo que tan solo los inmaduros no tienen miedo ;) Hasta el más valiente es valiente porque se enfrenta a su miedo... y que se enfrente a el quiere decir que lo considera más que existente en su realidad...

    MUA!

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  2. Uhmmm... pienso que los inmaduros también tienen miedos, pero en lugar de enfrentarse a ellos los eluden, escapan y hacen como que no existen... jejejeje :) Gracias por comentar bonica!

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