Comencé endulzando mis amaneceres
entre rocas y hojas de palmera, ilusionado a cada gesto y a cada sentimiento,
recuperando retales de la inocencia que yacía enterrada en el cementerio del
olvido. Soñé con la vida que quise tener, y por primera vez en mucho tiempo amé
a la vida que tenía. Aprendí que siempre hay hueco para la ilusión cuando la
ocasión te remueve el alma. Y recordé que sigo siendo capaz dejarme llevar.
Me precipité más tarde a mi
habitual hastío hasta quedar arropado por la oscura capa de la soledad y la
locura, y trepé por el invierno hasta que la primavera me abrió las ventanas. Dejé
sin más el barco a la deriva, tratando de estar sin llegar a ser, siendo todo
lo que debía ser para estar. Y la primavera me invitó a entrar. Aprendí que hay
momentos de la vida en los que no cabe más que la espera, y que la dedicación
no siempre implica resultados.
Embarqué en la estación de las
flores maravillándome con el poder del amor. Del amor de los que siempre están,
de los que no conocen límite en su sacrificio con tal de conservar en tus ojos
el brillo y la vitalidad de la alegría. Y repleto de ese amor surqué los mares,
expandiendo mi mente y respirando cultura, tradición, costumbres e imágenes que
quedarán para siempre dentro de mí, pues me colmaron. Aprendí que soy una parte
infinitesimal de un mundo del que a duras penas conozco una milésima parte. Y
recordé que me muero de ganas por recorrer cada uno de sus rincones.
Cuando tomé tierra las flores me
llenaron de desconcierto, habituado como estaba a los grises y ocres. De
repente la fuerza de los colores se derramó a borbotones por las áridas calles
de mi vida, y entre mi mente y mi corazón comenzó una batalla campal que fatigó
mis energías y desordenó mis recuerdos, hasta plegar el tiempo y resucitar al
pasado. Aprendí lo increíblemente extraordinaria que puede llegar a ser la
naturaleza humana, y que la vida es completamente imprevisible.
Las flores comenzaron a resecarse
con el calor, y mi mente se dejó llevar por los peligrosos vientos de la
ingravidez. Ingrávido contemplé cómo los días pasaban mientras una parte de mí
trataba de aferrarse a algo que ya no existía, a una forma de amar que murió
junto a mi inocencia. Luché, forcejeé con las parcas tratando de arrebatarles
las tijeras con las que pensaban acabar con la vida de lo que ni el tiempo ni
la distancia habían sido capaces de quebrar. Y al final yo mismo corté el hilo.
Aprendí que el tiempo siempre nos marca, a todos, por mucho que pretendamos
aferrarnos al pasado, y que… al lugar donde has sido feliz no debieras tratar
de volver.
Los días empezaron a acortarse a
la par que mi vida caía de nuevo en el hastío. Volví a caer en la desilusión.
Empezaron los cambios, y descubrí que hay más ángeles de los que creía cerca de
mí, ángeles que desplegaron sus alas y me arroparon cuando los cambios parecían
hacerse extremos. Octubre llegó y sus días arrastraron hasta mi un sentimiento
extraño, un suspiro de algo que no termino de comprender aún hoy. Aprendí que soy realmente afortunado por
tener unos pilares tan fuertes en los que apoyarme. Y que si hay algo capaz de
cautivarme es la rareza.
Te despido, año 2012, a la espera
de que tu sucesor arroje algo de luz a las marañas que has dejado dentro de mí.
Sin entristecerme por tu marcha, sin celebrar tu despedida, te dejo pasar con
madurez. Ausente, silencioso, desconcertado. Sencillamente… a la espera.
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