La oscuridad no se ilumina, se desnuda lenta y deliciosamente con la punta de los dedos, se alumbra con una sonrisa indolente, inesperada y sincera, se rompe la penumbra con las luces de nuestros propios latidos, se descubre el camino a medida que nuestros pasos, nuestros triunfos y nuestras derrotas despejan las sombras.
Luis

martes, 4 de enero de 2011

Deseo

El nuevo año comienza… y yo comienzo con él. Voy pisando fuerte, con nuevo look y nuevos proyectos. Tras un final de año tan estrambótico y malogrado, no podía hacer otra cosa que tirar la casa por la ventana, coger carrerilla y saltar al vacío, volver a arriesgarme y tirarme sin paracaídas a la vida. Y bueno, la vida vuelve a demostrarme que su dureza no tiene límites.

No pude evitar acudir a la ayuda de ese hombre que me llamaba en silencio, con miedo, como si esperara que fuese a agredirle con los ojos. No tendría menos de setenta años, llevaba una americana demasiado fina para utilizarla un uno de enero en Córdoba, unos pantalones demasiado cortos para ser de su talla, unas sandalias de verano por calzado y un carrito de la compra en el que había metido toda su vida. O lo poco que quedaba de ella. Ni siquiera sentí reparo al verle dirigirse hacia mí con pasos vacilantes, porque sus ojos no daban pie a negarle la palabra… eran demasiado tristes, arropados por unas ojeras que sólo aparecen cuando la luna te grita al oído noche tras noche. Ni siquiera mi pequeña acompañante canina se sintió amenazada por su presencia, porque no había intimidación en su persona. No quedaba nada en sus movimientos que diera pie a la desconfianza, no había apenas fuerza en sus pisadas, no había en él ni un poco de vida, no había fuego en su mirada ni ardor en su temple. No había nada en su cuerpo encogido que me sugiriera amenaza… y sin embargo era radiante. Radiaba tanta tristeza y tanto dolor, que hasta se podían escuchar los alaridos de su corazón, pidiendo paz y clemencia. Estaba desbordado de desaliento, desconcierto, desorientación, desesperanza, emanaba de sus pasos tan terrorífico sentimiento de inseguridad que mis piernas temblaron de miedo a que saliera corriendo antes siquiera de hacerme la pregunta que le había hecho dirigirse hacia mí…

Y sin embargo, haciendo alarde de una inigualable educación, rayada casi en lo servicial, se dirigió a mí con un “perdone, señor…” que dejó mis neuronas congeladas por un momento... creía que era un secreto, que sólo yo conocía el peso con el que los años y las decepciones habían ido cargando a mi corazón… y sin embargo, aquel anciano se había asomado a mis ojos y había visto la carga que los hundía en mi cuencas… me sobrecogió tanto que de repente me quedé prácticamente sin voz… pues en ese momento me di cuenta de quién me hablaba a través de su boca.

Y él formuló su pregunta… tan solo buscaba un hostal donde pasar la noche, le habían dado unas indicaciones pero no era capaz de encontrarlo. Y cuando al fin descubrí qué era lo que el anciano quería de mí, me apresuré a indicarle la dirección, señalando claramente el camino a seguir, intentando disimular mi tartamudeo, haciendo lo imposible porque no se notara que mi voz se había ido por un momento y acababa de volver. Él se dio cuenta, obviamente, de mi falta de reflejos lingüísticos y, asumiendo que su presencia había provocado en mi algún tipo de aprensión que inducía un aumento en mi torpeza y en mi inquietud, no dudo en disculparse ampulosamente por el sobresalto que había provocado en mi tranquilo y rutinario paseo nocturno, añadiendo agradecimientos pomposos que no dejaban claro si le había dado una dirección o un cheque en blanco.

Tras asegurarse de que mi estado psicológico no se había visto afectado por su irrupción, empuñó con fuerza su carrito de la compra, lo inclinó y se echó a andar en la dirección que le había indicado, arrastrando sus pasos lentamente, como si cada uno fuese a ser el definitivo. Y yo me quedé mirando como avanzaba… y sin darme cuenta una lágrima se derramó por mi mejilla.

Nadie debería tener esa mirada. Nadie debería estar poseído por la soledad. La soledad es fría y amarga, estremecedora, sonora, adictiva, voluminosa, exponencial, manipuladora y contundente. Es un manto frío que te cubre poco a poco hasta ocultarte en el olvido. Es la corrosión del alma, es el alma de la locura, es el depredador de los sentimientos bellos. Te mira, te elige y poco a poco te va bañando en sus aguas siniestras, para más tarde atraparte en sus profundas cavidades.

Sólo pido en este año no volver a ver soledad a mi alrededor, no tener que volver a ver los ojos de ese anciano y, si vuelvo a mirarlos, al menos tener la fuerza para reconfortarlos lo máximo posible.

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