La oscuridad no se ilumina, se desnuda lenta y deliciosamente con la punta de los dedos, se alumbra con una sonrisa indolente, inesperada y sincera, se rompe la penumbra con las luces de nuestros propios latidos, se descubre el camino a medida que nuestros pasos, nuestros triunfos y nuestras derrotas despejan las sombras.
Luis

lunes, 28 de marzo de 2011

Condenado por imbécil

Mi esperanza sucumbe lentamente ante la verdad que mis días desvelan. Mis sueños yacen todos rotos por el suelo, un pedazo aquí, otro allá… mis pasos se pierden en la inmensidad del silencio, pisan los retales de mi vida que han quedado repartidos por mi mundo, y yo escucho el eco de mis pisadas, estático, volcado en mi cama, sin ser capaz de moverme, sin ser consciente ni tan siquiera de qué soy. Mi sombra vuela por el techo de mi habitación, invitándome a seguirla, a alzar el vuelo y viajar con ella al país de nunca jamás. Observo vagamente su insistencia, ausente. No puedo ir con ella, es demasiado tarde. A oscurecido dentro de mí, ya no me quedan ganas de jugar con los cocodrilos, mi alma se ha arrugado y mi corazón se ha ennegrecido, y solo quiero estar aquí, con mi mirada perdida, percibiendo el apresurado paso del tiempo en silencio… dejarme llevar por él, que me acune y me llene de serenidad para aceptar que el veneno que corre por mis venas va tomando posesión de todo mi ser, desactivando el ínfimo positivismo del que hacía gala mi insulsa personalidad.

La frialdad que me envenena es tan corrosiva que cala hasta mis huesos y los deshace, entumeciendo mis músculos por el camino, instalando una valla eléctrica alrededor de mi mente que no deja ni sacar las dolorosas imágenes que hay en su interior, ni introducir nuevos y bellos conceptos e ideales. Estático, no dejo de sentir mi cerebro preso en su cárcel de alambre, derrotado, indolente, esperando simplemente la muerte lenta y dolorosa a la que ha sido condenado… la condena que pesa sobre mí por ser tan estúpido, por creer que el amor salvaría mi mundo de su abstracta existencia, que unos sentimientos tan puros como inexistentes darían sentido a la vida que me había tocado vivir, por esperar tanto de tantos y apostar todo a cambio de simples convicciones, por no redimirme y seguir creyendo en la posibilidad de llenar mi cama de caricias y complicidad, que han quedado reducidas a frío y silencio. Condenado por creer que existe algo más grande que la destrucción y el dolor, algo más poderoso que la soledad y que el odio, algo más fuerte que la hiel y más inmenso que la pena que en este momento corretea por mi interior. Condenado por apostar por los “Te Quiero” como armas de destrucción masiva, encarcelado por enarbolar el concepto del amor hasta los cielos y tomarlo por bandera. Condenado, a fin de cuentas, por seguir pensando que el amor es lo único que daría algo de color a mi vida en blanco y negro, por seguir creyendo en las personas, en su bondad, en su capacidad de amar. Condenado por imbécil.

Lo más triste de todo es sin duda que, si mis huesos no se fuesen a astillar si pusiese un pie en el suelo, me levantaría otra vez más, cogería mi bandera y volvería a la primera línea de batalla, enardeciendo a mis rivales con mi sensacional moral sobre el amor. Lo más ridículo es que, a las puertas de una muerte sentimental que viene sin querer, aún quedan dentro de mí esperanzas de encontrar lo que llevo toda mi vida buscando, de dar con esa persona que me vea en esta oscuridad y me saque volando de ella, que sepa lo que tiene delante y no lo deje escapar por miedo a entregarse, que se entregue y que me deje entregarme, que me quiera y que me deje quererle, que valore lo que estoy dispuesto a dar y lo que doy, y que lo agradezca dando aún más, que sea capaz de transmitirme seguridad, vitalidad, positivismo, que me haga perderme en sus palabras, que sea capaz de entender cada una de aquellas que no pronuncio… que me haga temblar con solo abrazarme, que me haga volar cuando me acaricie, que me haga sentir la pasión y su tornado de increíbles sensaciones. Lo más estúpido de todo es que, a pesar de que la frialdad va consumiendo cada uno de los recovecos de mi alma, aún queda una parte dentro de mí que sigue queriendo enamorarse más que ninguna otra cosa en este mundo.

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